JUAN BLAS HERNÁNDEZ, EL ETERNO INSURRECTO (I)
Por José Antonio Quintana García
El olor a carne asada atormenta a los bisoños guerrilleros mientras
revisan las armas. En tanto la novilla es cocinada, ellos, en su mayoría
sencillos campesinos, sueñan con grandes batallas y la entrada triunfal en las
ciudades, vitoreados por multitudes, y también con el fin del hambre y la
miseria que se han enseñoreado en sus bohíos durante los casi seis años que
lleva en el poder Gerardo Machado.
Es el 13 de agosto de 1931. Los campesinos y algunos profesionales de la
región avileña tomaron el camino de armas
desde el día 9 para derrocar al gobierno tiránico de Gerardo Machado
Morales. Respondieron así a un plan general de alzamiento efectuado en todas
las provincias, bajo las orientaciones del Comité Revolucionario de Nueva York,
fundado por emigrados cubanos, y la Junta
Revolucionaria creada en la Isla. Estas organizaciones son lideradas por
viejos políticos que traicionan a los rebeldes, pues solo les interesa regresar
al poder.
Dirige a los insurgentes del término municipal de Morón, Pablo Aurelio
Hernández Valdés, médico de aquella villa. Al parecer los galenos tuvieron en
sus manos los hilos de la conspiración en la región, porque en el levantamiento
también se encuentran Mario Hernández Pedraza, Ramiro Sibello, Francisco Pérez
de Corcho y Roberto Pérez Alejo.
El otro alzamiento ocurrido en territorio avileño sucedió en el sur, en
las proximidades de los centrales Jagüeyal y Baraguá, comandado por los
hermanos Pablo Y Carlos Tadeo.
La sorpresa de Guaranal
Después de interrumpir el servicio telefónico y telegráfico de Florencia,
un caserío que creció a la vera del ferrocarril del norte, entre montañas y
hermosos valles, los guerrilleros fracasan en su intento de derribar el puente
del ferrocarril en Jatibonico. En Morón unos 100 hombres, pertenecientes a la
Guardia Rural, bajo las órdenes del capitán Fonseca y el teniente Tuero, salen
de la ciudad.
Llevan fusiles y ametralladoras, suficientes para silenciar a las
escopetas de caza y otras armas de fuego de poco calibre que portan los
alzados, algunas son museables, fueron utilizadas durante las guerras de
independencia en el siglo XIX.
En el campamento de Guaranal los jefes discuten sobre el itinerario
que seguirá la tropa. Allí esperan a
Miguel Mariano Gómez, hijo del ex
presidente José Miguel, quien prometió incorporarse a la insurrección. Mas solo
se trata de una pose política. Permanecerá a buen recaudo hasta que las aguas
tomen su nivel. En los contornos se nota la presencia de los 418 rebeldes que,
confiados, descuidan la vigilancia.
Sigilosos avanzan tropas del ejército. Algún gajo cruje. En unos instantes el
olor de la carne asada se mezcla con el de la pólvora.
Con sus hijos, también guerrilleros
El tableteo de las ametralladoras espanta las conversaciones. Las balas
cercenan gajos, músculos, caen caballos. La estampida es tremenda. Un grupo de
soldados persigue a los doctores Mario Hernández y Roberto Pérez que, agotados,
se desploman sobre la hierba. Hernández es ejecutado sin misericordia.
Su colega va a correr la misma suerte, pero uno de los uniformados,
Valerio González, lo conoce y este hecho fortuito salva su vida. En la fatal
jornada también son asesinados Esteban Recino Álvarez, de Morón, y Dimas Daniel
García, de Tamarindo.
«Los guardias tiraban y después pedían que nos rindiéramos. Había un
maizal y por ahí corrimos. A un muchacho de Ranchuelo, Armando Guevara, lo
hirieron. En una hamaca que hicimos con unos sacos lo llevamos por dentro del
monte. Más tarde quedó al cuidado de unos carboneros», recuerda Roberto Sifonte
Machado, en aquel momento un joven campesino de 27 años que nació en la finca
Vegueta, de Florencia y cambió la guataca por la escopeta sin pensarlo mucho
cuando lo invitaron a sumarse a la rebelión[1].
Al día siguiente de este descalabro el ejército circuló un bando que
aseguraba respeto para las vidas y propiedades de los que se presentaran. No
había mucho ánimo para continuar en el monte y casi todos se acogieron al
indulto, incluyendo al jefe, Pablo Hernández. Volvieron a sus sitios,
entregados otra vez a la miseria.
Los alzados en el sur avileño no tuvieron mejor suerte. Luego de un
combate en la finca Panchita, el día 13, en el que resultaron dispersos y
perdieron armas, fueron sometidos a una tenaz persecución. Otro choque armado,
esta vez en Hoyo de la Palma, el 25 de ese mes de agosto, dejaba dos muertos y
dos prisioneros entre los insurrectos[2].
Nace el Ejército Libertador
La pierna derecha sangra. Avanza por los trillos que ha dejado el ganado en su paso diario dentro de la manigua cada vez que busca los potreros donde pasta tranquilamente. No apoya a sus compañeros de la insurrección que se han acogido al indulto de Machado. Decidido a no deponer las armas busca un lugar seguro para curarse. ¿Quién es este guajiro testarudo que parece ir en contra de la lógica?
Se llama Juan Blas Hernández. Nació en Canasí, Matanzas, en 1879 y es
hijo de un inmigrante canario. Su padre, Leandro Hernández era natural de
Barlovento, La Palma y su madre, Micaela Martínez, aunque nació en Cuba, era
también hija de canarios. La esposa de Blas, María Bartola Peña Rodríguez, era también
de ascendencia canaria tanto de padre como de madre, y procrearon diez hijos.
No es la primera vez que las ceibas le darán cobija y el fusil será su
almohada. En la Guerra del 95, siendo casi un adolescente, fue prefecto mambí.
Concluida esta contienda se convirtió en jornalero de los desmontes que hacían
en el norte de la región avileña la compañía que construiría el central
Cunagua, cerca de Morón. Vivía cerca de
Morón con su esposa Bartola Peña Rodríguez, hija de Ignacio Peña y Julia
Rodríguez, naturales de Canarias.
No resultaba fácil para Juan Blas mantener a sus diez hijos con los bajos
jornales que ganaba en las labores
agrícolas. Así transcurrió su vida hasta que comenzó a conspirar contra el
tirano Gerardo Machado Morales.

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