TRISCORNIA EN EL RECUERDO DE UN CANARIO


La mayoría de los inmigrantes canarios que arribaron a Cuba debieron pasar una cuarentena en el campamento de Triscornia, en el poblado de Casablanca, La Habana. Esta medida comenzó a aplicarse en 1900, durante la ocupación norteamericana, para quienes llegaban en barco al puerto de la capital de la Isla.


 

El refugio fue fundado por José Triscornia. Hoy reproducimos en nuestro blog la crónica que escribió el periodista Francisco González Díaz (Las Palmas de Gran Canaria 1864 – Teror 1945), incluida en su libro Un canario en Cuba. En realidad el centro recibió duras críticas por las asociaciones de españoles debido a las paupérrimas condiciones de vida existentes en el lugar.

"Triscornia es un hotel de emigrantes y un lazareto, situado en la explanada de una loma, a la izquierda de la bahía de La Habana. Allí van los pasajeros de tercera clase que arriban sin un cuarto, y allí permanecen mientras encuentran en qué emplearse o acude a responder por ellos algún pariente misericordioso; allí se recluye el ganado humano, los parias de la odisea migratoria, que entran en la República para ofrecerle el esfuerzo de sus brazos. La administración cubana, por lo pronto, les abre los suyos encerrándoles en aquella finca. Porque Triscornia, como se le llama abreviadamente, es eso: un vasto campo donde, entre frondosas arboledas, se alza un gran número de pabellones, dependencias y oficinas, un campamento en un jardín, desde el que, sea cualquiera el punto en que el alojado se coloque, domina un panorama hermosísimo: más allá de las colinas próximas las tierras llanas pero espléndidamente verdes de la provincia habanera, la agitación del puerto y el hormigueo de la ciudad. Y por donde quiera, a oleadas, penetran la gloria y la alegría del sol. El emigrante que llega sin amparo, ya puede darse por satisfecho con caer en aquella jaula; cae en blando, cae de pie. Su supuesto confinamiento y clausura, que muchos 262 me habían pintado como un destierro penitencial, como una ergástula o una cárcel, no es sino una temporada de alegres vacaciones y vagares deleitosos. Si logra olvidar la causa del encierro, si logra desentenderse de la incógnita amedrentadora del porvenir, y se ve huésped de la nación que le brinda asilo, lejos de pesarle las prisiones de Triscornia, le serán amables y breves. Porque en Triscornia nada le hace sentir la pérdida pasajera de la libertad; todo, en cambio, le sugiere la idea de un acogimiento propicio y una protección cariñosa. Bien hospedado, bien alimentado, bien asistido, la confianza se abre paso en su ánimo que los terrores del éxodo y las pruebas del largo viaje aventurero y desesperado ensombreció. La internación en aquel amplísimo espacio viendo por todas partes la tierra jocunda y el mar bonancible, entre árboles y flores, no pesa sino que agrada, lo repite. Muchos emigrantes, encantados de vivir en parajes tan bellos, quizá temerosos de avanzar hacia lo ignoto que les arredra, piden trabajo en el lazareto, y se quedan todo el tiempo que pueden. El director, Dr. Frank Menocal, ha ocupado a algunos canarios en labores diversas donde nuestros compatriotas acreditan sus buenas cualidades, lo mismo que en los trabajos campesinos y las tareas comerciales. Para ir al lazareto tenemos que atravesar la bahía en un bote a vapor; pasamos junto al yate presidencial anclado muy cerca de tierra y vemos dos pequeños cruceros que con pocos buques más, igualmente exiguos, forman la escuadra de la República. Por ahora no necesita mayores elementos navales defensivos; bástale una escuadrilla destinada a vigilar y guardar las extensas costas. No le ha entrado a los gobernantes de Cuba el prurito guerrero que no se cansa de aumentar los armamentos y recargar los presupuestos de guerra y marina; afán prematuro si hoy se manifestara, desproporcionado con las necesidades y los recursos de la nación, locura de grandezas que otros pueblos 263 en iguales circunstancias sienten demasiado temprano. Más bien se impone en las altas esferas oficiales el criterio juicioso de mantener dentro de los presentes límites los gastos originados por ambos conceptos. Sin embargo, existe en algunos políticos la aspiración a vigorizar los organismos de defensa por mar y tierra; pero no se ha pasado todavía de los proyectos a los hechos. Y tanto la marina como el ejército nacional, en su pequeñez, se hallan perfectamente organizados y montados, principalmente el segundo. Las Escuelas naval y militar responden, según me han dicho, a los modelos norteamericanos; el campamento de Columbia es magnífico y la moral de las tropas, su instrucción y su pericia, excelentes. 



 Las aguas del puerto, en pesada somnolencia y quietud admirable, espejean bajo la lumbre solar de un mediodía bochornoso. Los barcos están como clavados en el azul marino; llegan jadeantes como a tomar fondeadero dos o tres trasatlánticos envueltos en negras humaredas haciendo resonar sus bocinas, atestados de viajeros que avizoran la población cercana y miran sin ver, vencidos por la emoción excesiva en que se mezclan recuerdos y esperanzas, tristezas e ilusiones. Un remolcador pasa lleno de gente, hacia Regla. Circulan en silencio gran número de embarcaciones menores tripuladas por negros, cargadas de frutas tropicales, y de vez en vez sacude la modorra atmosférica el aletazo de las lonas de un esquife que se desliza como un pez volador... Sobre el Morro, vigilante, cuya clara mole despide dorados reflejos, dormida en la paz del aire palpita levemente la estrella matinal de la bandera cubana. De las ondas serenísimas sube una invitación a la siesta. Así, medio aletargados, desembarcamos para tomar la guagua, especie de diligencia que nos conducirá a Triscornia. El coche se tambalea un poco por el polvoriento camino, con lo cual despertamos y echamos una mirada al paisaje que 264 se extiende frente a nosotros: chalets, glorietas y jardines, enarenados senderos entre árboles, masas de vegetación y sombras azuladas, como fuertes brochazos, allá en los lejanos términos. Recuerdo mi visita al otro lazareto, el de Mariel, y me invade la propia sensación enajenadora de hondo bienestar y placidez intensa. En uno y otro los edificios cuarentenarios y hospitalarios se levantan, blancos y alegres, en medio de una naturaleza encantadora; pero en este sitio, más alto que Mariel, son más dilatadas las perspectivas. Mariel, en cambio, es más poético en su reconditez florida y amable... También hay entre los dos la diferencia de categoría y destino: tiene Triscornia menos lujos que Mariel, aunque posee todas las comodidades de los establecimientos de su género. Los empleados, muy solícitos, nos llevan a verlo todo, y todo nos revela la atención y el esmero exquisito que han puesto los gobiernos de Cuba en mejorar estas organizaciones hasta un punto que colma la medida de las mayores exigencias. Lamento no poder entrar en detalles, porque me limité a observar en conjunto, sin escribir ninguna nota. Lo que yo quería era convencerme de que esa prevención contra Triscornia, generalizada entre nuestros emigrantes isleños, comentada imprudentemente por la prensa de las Islas, no corresponde a la realidad ni, por lo tanto, se justifica. Y este convencimiento me lo arraigó la observación directa. Los que emigran en clase de carga humana, con el trato consiguiente y, después de un viaje atroz esperan en Triscornia su turno para internarse en la República, no podrán decir sinceramente que les apesadumbra el tránsito de aquellas antesalas donde encuentran descanso, hospedaje y sustento en forma satisfactoria.

 El día que lo visitamos, vemos pocos huéspedes en el hermoso lazareto. Hay unos cincuenta chinos a la entrada, divididos en grupos, quietos, impasibles, inmóviles en su movilidad 265 ratonil, y valga la paradoja. Su amarillez otoñal desentona en aquel cuadro de tintas cálidas, semejante a un cromo de baratillo. Clavan sus ojuelos acuosos, inexpresivos, muertos, en la esmeralda inmensa de la campiña, como hipnotizados. Tienen un aspecto de fatiga y desmayo los melancólicos homúnculos que han venido de Hong Kong sin coleta y casi sin equipaje. Como son sucios por temperamento y, además, proceden de puertos en que reinan epidemias, y a bordo hubo poca salud, la Sanidad de La Habana les ha impuesto cuarentena. Desde su ingreso echaron en falta una sola cosa, para ellos insustituible: el arrocito. Y lo han solicitado de las autoridades, a quienes se han dirigido respetuosos con una instancia que es al propio tiempo un manifiesto de filosofía de la alimentación. Protestan porque se les obliga a ser carnívoros. China se ha cortado la coleta, pero va al grano; no renunciará al arroz, alimento sencillo, sano y sustancioso. En Cuba hay una colonia numerosísima de súbditos de la nueva República celeste. Ocupan en La Habana un barrio entero y ejercen los más varios oficios; tercos, sufridos y frugales hasta un extremo inverosímil, representan un coeficiente de trabajo en la competencia de razas que coadyuvan al adelanto nacional. La administración no los rechaza, pero los vigila y procura impedir que se mezclen con los nativos por alianzas matrimoniales, degenerativas. En las Cámaras, se ha manifestado algunas veces la tendencia a cortar o desviar la inmigración chinesca por considerarla peligrosa, como la juzgan los Estados Unidos. Ese hormiguero viene del Oriente remoto desde ha muchos años y ha invadido el territorio. Los chinos no sirven en Cuba para obreros agrícolas, que son los que necesita este país, ni aumentan en grandes proporciones la riqueza pública porque sus labores rutinarias revisten un cierto carácter mezquino y pasivo, tienden al monopolio y el acaparamiento. Los chinos 266 profesan una filosofía del trabajo como profesan una filosofía de la nutrición, ambas incompatibles con las leyes económicas modernas. Trabajan de un modo arcaico, comen poco, gastan menos; trasportan consigo en su carácter, en sus habitudes, en su idiosincrasia, la famosa muralla aisladora de Pekín. Su color recuerda las hojas secas: como hojas secas los miran las grandes naciones, y los barren. Al regresar de Triscornia en la bamboleante guagua que me llevó, me presentan a uno de los médicos del lazareto que también regresa de hacer su diaria visita. Siento no recordar su nombre. Es como todos sus colegas persona culta e instruida más allá de su profesión, deferente, obsequiosa, agradable. Conoce nuestras islas por haber conocido, tratado y asistido a muchos isleños, de quienes hace elogios. Son insuperables trabajadores, me dice, y repite las frases encomiásticas, ponderativas, que he escuchado de tantos labios. ¡Con cuánta satisfacción recogemos estas ponderaciones ditirámbicas, fuera del terruño! 

El obrero canario en Cuba acredita su procedencia y honra a su linaje con sus obras. No se podría prescindir de él; todos convienen en que es preciso atraer y aumentar ese contingente inmigratorio utilísimo, el más asimilable y el más laborioso. El distinguido facultativo evoca la memoria de un comprovinciano ilustre que fue su maestro: el Dr. Teófilo Martínez de Escobar, fundador del afamado colegio La Gran Antilla, que aún existe en La Habana. En sus aulas se educaron cubanos esclarecidos, hoy encumbrados a eminentes posiciones en la política, las letras, las ciencias y las artes. Don Teófilo, varón sabio y modesto, óptimo pedagogo, catedrático de la Universidad, formó discípulos que no olvidan lo mucho que le deben. Su nombre figura en las antologías de los buenos escritores de aquel tiempo y su acción educadora se perpetúa en los actuales, porque desparramó simiente copiosa y fructífera. Yo recuerdo 267 haber leído una entusiasta semblanza del meritísimo sacerdote en cierta obra del marqués del Valle de Anzó que le cito a mi interlocutor y que él también conoce. 

 En Cuba se sabe mejor que en Gran Canaria lo que valió don Teófilo Martínez. La exagerada modestia de nuestro compatriota le obscureció por completo en su tierra nativa, pero en esta tierra no le impidió distinguirse y destacarse; constituyole quizás el más calificado de sus timbres. Mientras allá, antes de morir, se eclipsó en el olvido que era la injusticia ejecutora de su pueblo, aquí le rememoran y le glorifican todos, y no se desvanece el rastro de su enseñanza, proyección del pasado sobre el presente. El médico de Triscornia me oye con sorpresa cuando le digo que don Teófilo, en su humildad increíble, acabó por renunciar a las aspiraciones legítimas de su carrera eclesiástica y magisterio docente, que se anuló y se sacrificó, desdeñoso para los oropeles deleznables de la gloria humana; que los últimos años de su existencia trascurrieron entre misérrimos pescadores, a quienes acompañaba en sus duras faenas como uno más, imagen viva de Jesucristo entre sus apóstoles; que los llamaba hermanos y los trataba como a tales, les daba el pan de la enseñanza evangélica y el pan material, les enseñaba las verdades eternas y les socorría; que sólo conservó en su ostracismo sublime una pasión científica, la de escribir un libro de ictiología canaria, libro en que se estudian y catalogan la muchedumbre de peces de nuestros mares, libro que nadie se cuidará de publicar y que caerá en el olvido como su nombre... Lo que era estupefacción en mi nuevo amigo, era en mí amargura y tristeza. Porque a la vez que pronunciaba el panegírico del Dr. Martínez de Escobar, acusaba a mi pueblo del feo pecado de ingratitud.

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