Crónica de un viajero canario
El periodista y escritor Francisco González Díaz (Las Palmas de Gran Canaria 1864 – Teror 1945), autor de numerosos libros, dedicó unas de sus obras, titulada Un canario en Cuba a relatar sus impresiones de un viaje que realizó a isla caribeña a fines de 1914 y durante los primeros meses del año siguiente.
Del texto reproducimos estos fragmento que ilustran el sentimiento de amor hacia el pueblo cubano de los canarios:
"Antes de venir a Cuba, yo amaba al pueblo cubano, porque la fama de su carácter sencillo, bondadoso y hospitalario está en Canarias muy extendida. Por donde quiera que vayáis en las islas, encontraréis gentes que os hablen de Cuba con entusiasmo, con cariño. El tipo noblete del indiano, devuelto al terruño tras largos años de extrañamiento y cubanización, rehecho y libertado en una brega que le fue por todo extremo saludable, pues le engrandeció la conciencia, os sale al paso y os entona una letanía al cubanismo. Ya no podrá olvidar jamás su patria adoptiva, donde, por lo común, deja una parte del fruto de su trabajo y tal vez deja hijos o nietos que son cubanos. Sus propios afectos se dividen entre las dos patrias; reconstruye la casa paterna, funda alguna pequeña industria en su pueblo, cumple una promesa a la Virgen del Pino, madre de todos, luce su rumbo en las fiestas del santo patrono del lugar, dice y repite que quiere ser enterrado en un rincón del cementerio de su aldea; pero... restituido al viejo solar patrio, cada día se cubaniza más. Relaciones familiares y de intereses cultivan esta querencia. La prole, en torno suyo, o lejos, también le grita: «¡Viva Cuba!».
Y el hombre no se resigna a dejar de ver antes de morirse, por vez postrera, la Perla de las Antillas. Sus parientes, sus amigos le llaman; decídese a atravesar nuevamente el gran charco y, viejo ya, acomete este último viaje; el último, porque sucede a menudo que se queda en definitiva por acá. El peso de los años le tumba en tierra cubana, o se lo lleva la muerte, y en sus últimas miradas arden sus dos amores, dos cirios gemelos que apaga la misma racha de viento glacial. Cuando vuelve a contemplar la mole del Morro de La Habana, llora, como lloró cuando sus ojos tornaron a ver el contorno de las Isletas. El indiano de nuestras islas, se trae a Cuba en el corazón. Y llega a hacerse pesado, para los que le tratan, por la insistencia con que la nombra, pondera y glorifica. Es en sus labios un estribillo, porque es en su alma un culto. Hay que oírle y aplaudirle los ditirambos férvidos: si no, se ofenderá. Y si le contradecís, se enfrascará y os comprometerá en una polémica, de la que saldréis mal librado. Sus razones amorosas, sentidas antes que pensadas, aún cuando no sean verdaderas razones, os impondrán silencio. Se niega a escuchar otras y no sabe decirlas. Viva Cuba por encima de todo.
Pero esto ha formado aquí tradición. En otro tiempo, además de trabajadores, enviamos a Cuba algunos funcionarios del viejo régimen colonial, y todos, sin discrepancia, volvían encantados y enamorados de este país admirable. Ellos, y los otros, alababan sin tregua a Cuba; aún los que, emigrantes de la miseria, tenían que confesar al volver su derrota, se manifestaban apasionados admiradores de Cuba. La confesión del vencimiento se les hacía dolorosa, les arrancaba un gemido; pero se dulcificaba con el recuerdo, de íntimas satisfacciones y venturas gozadas en el seno del pueblo cubano, simpático, afable y buen acogedor como ninguno. Ellos mismos habían adquirido las maneras de esa campechanería seductora por lo espontánea y por lo cordial que a mí me ha cautivado en Cuba desde el primer momento; que indudablemente constituye el mayor atractivo del carácter popular. Luego, como las relaciones morales o de negocios no se interrumpían, siempre se hablaba de Cuba en nuestros hogares canarios. Apenas había familia en Canarias que no recibiera noticias de miembros ausentes en la Gran Antilla, o que no mostrara con orgullo el retrato de algún indiano, de algún cubanizado, padre, hermano o hijo... En las aldeas, la inmensa legión obscura de los analfabetos, recurrían al maestro de escuela para que les escribiese las cartas que enviaban a sus deudos de La Habana, cartas que, invariablemente debían comenzar así: «Me alegraré que al recibo de ésta goces de buena salud; la mía es buena, a Dios gracias». ¡Oh, epístolas prosaicas e ingenuas, timbradas de candor y ensombrecidas de ignorancia! ¡Oh, epístolas en que el primer renglón, la primera frase, invocan al Altísimo y declaran que la salud, sin determinar géneros ni grados, es el sumo bien apetecible! Bajo las formas rústicas de vuestro pergeño, apunta la sabiduría de la plebe, en ningún libro aprendida, y se formula la más evidente de las verdades. Haya salud: lo demás será dado por añadidura. Y Dios nos lo dé todo, si lo merecemos. Veámonos saludables: será vernos capacitados para la lucha y para el triunfo. La Providencia proveerá. Ese saludo enviado al otro mundo, resume en un voto la esencia de la vulgar sabihondez que enseña las reglas elementales del vivir. En cierto respecto equivale a la máxima filosófica: Primun vivere, deinde philosophare..."

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